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La polarización es un fenómeno estructural en las democracias, pero durante los últimos años se ha transformado y radicalizado. Tras el estallido de la crisis financiera la polarización fue principalmente de carácter ideológico. Los ciudadanos tenían ideas cada vez más enfrentadas sobre cuestiones políticas como los rescates bancarios, los impuestos o la inversión pública. Pero recientemente ha adquirido otros rasgos. Ha empezado a afectar de lleno a la vida cotidiana de las personas, a sus preferencias en cuestiones teóricamente ajenas a la política como los deportes que siguen, su dieta, la ropa que visten o el barrio en el que deciden vivir. Esta tendencia empezó en Estados Unidos. Ezra Klein, periodista de The New York Times y uno de los mayores expertos en el tema, lo ha explicado en términos de “macroidentidades”: tener una identidad de “izquierdas” o de “derechas” ya no significa únicamente tener determinadas opiniones políticas y votar a un partido u otro, sino que afecta a toda nuestra vida, incluida la sentimental, la laboral y la manera de consumir. De hecho, afirma Klein, si sabes si alguien es vegetariano o el colegio al que lleva a sus hijos, casi seguro puedes inferir sus demás opiniones. Nos hemos convertido en miembros de un bloque homogéneo que se enfrenta a otro bloque homogéneo. Esa realidad se está extendiendo también a otros países.
Un cierto grado de polarización es normal y deseable”, afirma Yanina Welp, investigadora del Graduate Institute de Ginebra y miembro del Consejo Científico del Real Instituto Elcano, que ha estudiado la polarización latinoamericana en su último libro, The Will of People. Populism and Citizen Participation in Latin America. “Sin embargo, es un problema cuando existen polarización ideológica extrema y polarización afectiva”. Esta última, dice Welp, es la que se produce cuando sentimos que no formamos parte tanto de una sociedad como de una comunidad de sentido más pequeña, que se vertebra en torno a la idea de un “nosotros” que se enfrenta a un “ellos”. Y ese es el punto en el que nos encontramos.
¿Existe una receta para que los conflictos propios de la democracia se diriman de una manera más controlada? ¿Cómo pueden recuperarse los consensos tras un largo periodo de enfrentamiento?
Los politólogos, los expertos en marketing y los periodistas cada vez entienden mejor esa polarización, y algunos políticos y medios de comunicación la explotan cada vez más para conseguir votos o audiencia. Ahora, las preguntas empiezan a ser otras: ¿cómo se sale de esta coyuntura? ¿Existe alguna receta para que los conflictos propios de la democracia se diriman de una manera más controlada? ¿Cómo pueden recuperarse los consensos tras un largo periodo de enfrentamiento partidista y social?
ALGUNAS PROPUESTAS
Existe un cierto consenso en que seguiremos en esta situación durante un tiempo. Pero, a partir de ahí, las respuestas no son unánimes. “La sociedad civil ha planteado iniciativas en las que se promueve el diálogo entre personas que piensan distinto —dice Yelp—. Estas iniciativas son muy buenas y tienen alguna incidencia, pero son difíciles de escalar”. Muchas ponen énfasis en la formación cívica, el funcionamiento del Estado de derecho o la idea de que, a diferencia de lo que afirman quienes más agitan la polarización, no existen soluciones fáciles para temas complejos como la inmigración o la transición energética. Y la mayoría se restringen a pequeños círculos de personas preocupadas por el clima de enfrentamiento, y el impacto que este tiene en la gobernación y la economía, pero que luego no llegan a sectores más amplios de la población. Manuel Arias Maldonado, catedrático de Ciencia Política de la Universidad de Málaga y autor del libro (Pos)verdad y democracia, recién publicado, considera que “los ciudadanos podrían cansarse [de la polarización] y expresar su hartazgo mediante el voto [a otros partidos] o en las encuestas” y, como lectores de prensa o consumidores, castigar a las organizaciones y los individuos que más intensifican la polarización. “Pero dado el protagonismo de los partidos, los medios y los ciudadanos dogmáticos (que son los que tienen mayor relevancia en las redes sociales), la posibilidad de que la parte hipertrofiada de la polarización subsista es muy alta”.
Otra de las soluciones que plantean muchos estudiosos, y algunos políticos, consiste en regular las redes y el periodismo digital para contener la desinformación, a la que en ocasiones se atribuye buena parte de la responsabilidad de la polarización. Arias Maldonado es muy escéptico con esta posibilidad. No solo porque implicaría cuestionar algunos principios de la democracia liberal como la libertad de expresión, sino también porque “los Gobiernos son los primeros desinformadores”, afirma. Además, en su libro señala que tal vez la sociedad actual esté sobreestimando la influencia que tiene la llamada “posverdad” en el contexto político actual. “La situación en la que se encuentran las democracias liberales contemporáneas puede explicarse de distintas maneras, y ni la devaluación de la verdad ni el impacto de la digitalización son necesariamente los factores más determinantes. Sostener que los líderes populistas o autoritarios son el resultado de la posverdad supone pasar por alto que ha habido líderes populistas y autoritarios en el pasado”, dice en su libro. En consecuencia, restringir la desinformación podría tener escasos efectos en la polarización, e incluso resultar contraproducente.
Existen algunas iniciativas centradas en enseñar a “despolarizar” en la escuela, que deben ayudar a los alumnos a asumir que existen fuertes discrepancias y a enfrentarlas y solucionarlas.
¿Qué hacer entonces? Tal vez haya que confiar en iniciativas a largo plazo. Existen algunas centradas en enseñar a “despolarizar” en la escuela. Una de ellas la ha explicado Kent Lenci, un maestro estadounidense que considera que los colegios no deben pretender ser entidades apolíticas, sino asumir que existen fuertes discrepancias y ayudar a los alumnos a enfrentarlas y solucionarlas; eso se conseguiría mediante la enseñanza de cuestiones como el funcionamiento de los medios de comunicación o el aprendizaje social y emocional. Welp también habla de la educación, aunque reconoce que esta forma parte del debate polarizado y que, para contribuir a abandonar la polarización, la educación debería poner más énfasis en los “métodos para la comprensión de determinadas cuestiones y la elaboración de respuestas” que en los propios contenidos. Yanna Krupnikov, politóloga y profesora de Comunicación y Medios en la Universidad de Míchigan, ha estudiado una figura interesante: la del ciudadano que no sigue obsesivamente las noticias ni participa en las redes sociales con opiniones políticas, pero que sí vota y a veces cambia de partido. Del trabajo de Krupnikov se desprende que quizá una sociedad que no estuviera tan pendiente de la actualidad inmediata, muchas veces presentada como infotainment, podría estar menos polarizada. También hay planteamientos estrictamente políticos: por ejemplo, que los partidos políticos abandonen las propuestas de carácter binario y de suma cero —monarquía o república, independencia o unionismo, etcétera— y centren sus políticas en cuestiones que son por naturaleza gradualistas y permiten negociaciones y discusiones más técnicas: ¿cuánto hay que subir las pensiones? ¿Cuál es el IRPF óptimo? ¿Deben peatonalizarse todas las calles o solo algunas?
Algunos politólogos sostienen que quizá una sociedad que no estuviera tan pendiente de la actualidad inmediata, muchas veces presentada como infotainment, podría estar menos polarizada.
Las soluciones para dejar atrás los niveles de polarización actuales no son, pues, ni inmediatas ni infalibles. Como tantas otras veces, los actores sociales deberán experimentar y, en ocasiones, fracasar. Quizá haya que empezar por recordar al conjunto de la sociedad que los países muy polarizados suelen tener rendimientos socioeconómicos más pobres que los que experimentan un enfrentamiento menor. Tal vez reconocerlo sea un primer paso imprescindible para despolarizarse.
Escribe habitualmente en El Confidencial. Su último libro publicado es La ruptura. El fracaso de una (re)generación, publicado por la editorial Debate. [España]