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TemáticasDemocraciaPolarizaciónSocial Media
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SectorAdministraciones PúblicasTecnologías de la Información y la Comunicación
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PaísesEstados Unidos
De entre todos los factores, el denominador -y dominador- común en la carrera presidencial estadounidense ha sido la comunicación. Por encima, sin duda, de programas electorales o de medidas concretas. Un marco de conversación para el que los Demócratas ni han sabido encontrar el tono ni tampoco han contado con la misma inercia que su oponente. Y es que el votante estadounidense, como tantos votantes de otras geografías occidentales, también ha pasado a asociar su visión política a unos pocos grandes temas. Cada vez menos detallados, cada vez más individualizados. Es, precisamente, en este contexto del ‘Bowling Alone’ que describe tan bien Putnam, donde las narrativas, los eslóganes y la imagen se han consolidado como las armas electorales más poderosas, en un ejercicio que busca establecer relaciones casi personales con el votante y en el que mejor lo ha hecho se ha terminado llevando el Colegio Electoral.
El 9 de noviembre de 2016, hubo una mayoría de análisis que señalaron en el uso de las redes sociales (en particular, de Facebook) una de las claves que llevó a Donald J. Trump a ser el cuadragésimo quinto presidente de los Estados Unidos de América. También, esa misma mañana, The New York Times se preguntaba de forma retórica “Why Trump won?”, pero ni siquiera el propio Nate Cohn en The Upshot supo acertar a elaborar una respuesta completa. “La incertidumbre se ha impuesto al programa”, concluyó. Ocho años más tarde, la pregunta se ha vuelto menos retórica y la respuesta, menos incierta: los casi setenta y cinco millones de estadounidenses que han teñido el mapa de rojo han encontrado (vaya) en un eslógan como “Make America Great Again” la certidumbre que necesitaban.
Hay una parte de la academia que explica este retroceso de la materia gris electoral al apuntar con el dedo a la neuropolítica y sus efectos. Sin embargo, resulta quizás reduccionista en exceso responsabilizar por sí solo al marketing político de este cambio en la forma de hacer campaña (e, incluso, política). Hacerlo implicaría no considerar el papel que juega ante cada elección el contexto social y demográfico. El votante y sus circunstancias. Sus generaciones, sus canales de acceso a la información. Su hastío. Pero hacerlo ignoraría además el contexto de la propia campaña.
La de (Biden) Harris contra Trump ha sido inusualmente larga (o corta, según se mire). Si bien los ciclos presidenciales, en términos de financiación, prácticamente no se detienen y dan lugar una permacampaña constante, históricamente no suelen saltar above the line hasta llegada las carreras por la designación partidista. Incluso, las elecciones a mitad de mandato suelen ser digeridas como un hito más procedimental que político. Sin embargo, ni el clima de las midterm de hace dos años ni el anuncio (justo diez días después) de Trump para la reelección han seguido esa pauta, sino que han provocado que se haya pasado de una campaña constante de baja frecuencia a un permamítin saturado y marcadamente bipolar desde un inicio.
También es verdad que dos años de materia gris no hay votante -ni votado- que los resista, por mucho que uno de los lados se siente en el Despacho Oval (otro contexto en sí mismo). Esto explica, en una parte, la profundidad que vemos en el debate político. La otra parte se debe al marco narrativo impuesto por Trump. En este sí aplica el reduccionismo: unos pocos grandes temas a los que vincular no más de tres mensajes fuerza que ir adaptando en función de en qué coordenadas se haga campaña. Y del que los Demócratas, sabedores tanto del contexto de la campaña como del propio contexto del votante, o no han sabido desprenderse o han preferido comulgar.
Las redes sociales saben recoger mejor que ningún otro canal este marco de máximos. Lo vimos en el único debate entre los candidatos (y por eso no vimos más): en espacios más reposados, las narrativas basadas en unos pocos mensajes sufren. Mientras, las plataformas digitales cuentan con unos códigos propios en cuanto a duración y formato de los mensajes que, de forma inevitable, condicionan la construcción del relato. De acuerdo con los datos recogidos por el Pew Research Center y por el Marshall German Fund, prácticamente la mitad de los adultos estadounidenses se informan prioritariamente a través de las redes sociales. Por eso, no sorprende la magnitud y la intensidad con la que se han empleado ambos partidos en estas elecciones, que representa un cambio notable respecto a los últimos comicios (y a los de 2016).
Sin duda, desde el punto de vista de la comunicación (electoral), uno de los mayores activos de las redes sociales es una segmentación casi infinita de las audiencias. O lo que es lo mismo, de los votantes; especialmente, de los más codiciados, los indecisos, y de quienes han terminado siendo claves en la victoria republicana: la población blanca de mediana edad y de clase trabajadora y los hombres latinos y afroamericanos en los denominados “estados bisagra”. Tanto Harris como Trump eran conscientes de que, sumada a su “campaña analógica” en esos ya siete famosos estados, necesitaban enfocar sus esfuerzos sobre todo en plataformas como TikTok e Instagram, respectivamente, pensando en sus caladeros de voto más probables; seguidas de estrategias específicas para X (antes Twitter) o YouTube.
Dejando a un lado las teorías algorítmicas, la campaña digital ha caído absolutamente del lado de Trump (quizás, la desviación en las estimaciones de voto demócratas vino de una lectura excesivamente analógica). Mientras Harris se rodeaba físicamente de activos como Taylor Swift, Oprah, los Tigres del Norte, Springsteen o Beyoncé, la campaña de Trump fue capaz de desarrollar una comunidad phygital extraordinariamente capilar por todo el territorio. Porque esta es, sin duda, otra de las grandes palancas de la comunicación digital: la capacidad para amplificar más rápido, más alto y más fuerte los mensajes a través de una red de terceras voces. Algo para lo que, vaya por dónde, unos pocos grandes temas a los que vincular no más de tres mensajes fuerza resulta fundamental.
El equipo de campaña de Trump ha demostrado una habilidad que, por simple, no ha dejado de ser efectiva. Las principales preocupaciones para la población estadounidense (sobre todo, para esa “Real America”), de acuerdo con la primera encuesta que Gallup publicó en 2024, eran la inmigración, la gestión federal y la economía, respectivamente. O, dicho de otro modo, la inseguridad, la desconfianza y el pesimismo. En contextos de fragilidad, no hay nada más antropológico que la necesidad de un abrazo. Quién, sino tú. “Make America Great Again” ha sido entendido por el votante como un remedio para todo lo anterior. Un tratamiento en lugar de una promesa. Y es un eslógan que, además, aúna dentro de sí narrativa y simbolismo. Al igual que Sorkin supo retratar en The West Wing la resistencia del candidato Santos a definirse como persona racializada, el equipo de Harris -o el propio partido Demócrata- ha ponderado las encuestas sobre aceptación de la candidata por encima de la construcción de un relato en torno a ella. Porque, ¿acaso una fiscal (seguridad), con más experiencia estatal que federal (cercanía) y una carrera hecha a sí misma (optimismo), no tenía elementos suficientes para engrosar la mitología electoral estadounidense?
Si de entre todos los factores en la carrera presidencial, el “dominador” común fue la comunicación, ni qué decir de su rol ahora ex post. Si ya de por sí esta resulta fundamental para el crecimiento de las organizaciones, en un escenario “Trump 2.0” la comunicación pasará a ser vital. La sincronización del sector privado con la nueva administración debe engranarse desde antes del próximo 20 de enero. Especialmente si, con todos los poderes bajo el ala republicana, se avanza hacia un despliegue total del programa MAGA. Porque al igual que la comunicación ha derribado ya casi toda frontera, los intereses de las organizaciones estadounidenses (y los de cualquiera que opere en aquel mercado) responden también a una lógica global.