
Durante los próximos años la digitalización alterará de forma radical el sistema financiero. Ya lo está haciendo, absortos como con frecuencia estamos en debates parroquiales y sobreabundancia de tweets . Lejos de representar solo el impulso detrás del tan cacareado sector fintech, la capacidad para codificar, transmitir y procesar cantidades ingentes de información ha alcanzado a los operadores financieros tradicionales. Como toda innovación técnica, esta revolución está impactando ya en productos y en procesos, y lo hará cada vez más en el futuro próximo.
Si el año pasado la transformación digital del sector financiero ya sobresalía en la agenda de prioridades públicas, en 2019 vamos a asistir a una progresiva concreción de estas preocupaciones. La intensificación a nivel global del debate sobre el nuevo marco regulatorio ha empezado ya a fructificar en estrategias concretas. En el ámbito de la Unión Europea, tanto la Comisión Europea como la Autoridad Bancaria Europea hicieron públicos sendos planes de acción (aquí y aquí) que esbozan el escenario hasta mediados de este año. En Estados Unidos el Tesoro publicó un relevante informe en julio del año pasado.
Cuatro preocupaciones comunes destacan en estas agendas: (1) promover la competencia y garantizar la seguridad en el mercado de pagos digitales sin obstaculizar por ello el acceso de terceras partes a las cuentas de los clientes, (2) incrementar la armonización internacional en ciberseguridad, (3) compatibilizar el creciente interés en los datos como nuevo activo estratégico con una muy legítima preocupación por la privacidad de los ciudadanos, y (4) diseñar un nuevo marco de competencia sobre la base del principio de no discriminación entre operadores. Serán estas preocupaciones sobre las que se articulará gran parte de la nueva ola legislativa en el ámbito financiero.
Aun cuando resulten todavía insuficientes, en los últimos meses diversas propuestas ya han venido a introducir importantes innovaciones legislativas en nuestro país. Con relación al mercado de pagos digitales, el Gobierno aprobaba en noviembre un Decreto Ley, ya convalidado, dirigido a trasponer la Directiva europea sobre Servicios de Pago (PSD2). La adecuación de la legislación española a la europea culminaba hace apenas unas semanas con la aprobación de una nueva Ley Orgánica de Protección de Datos, a la que el elevado consenso alcanzado ha añadido incluso una nueva sección dedicada a los derechos digitales. Recientemente el Consejo de Ministros daba salida al Proyecto de Ley de Transformación Digital del Sector Financiero. Estamos en marcha, y eso es una buena noticia, pero el actual escenario de incertidumbre política reduce el ritmo de actividad que sería deseable. Trescientos años de progreso técnico en Europa nos deberían convencer de que las innovaciones técnicas desconocen de tiempos políticos.
Lejos de resultar en cambios menores, las nuevas pautas de intermediación financiera que se deriven de la plena irrupción de las tecnologías digitales están llamadas a configurar mercados financieros novedosos, en los que las nítidas líneas que han venido distinguiendo a los operadores tradicionales del resto se desdibujan a pasos agigantados. Resulta irónico que sea ahora, inmersos como estamos en una nueva transición financiera a nivel global, cuando el Congreso emita su controvertido dictamen sobre las causas de una crisis gestada en un contexto que poco se parece ya al actual. Como se viene afirmando, la necesaria preocupación por la estabilidad financiera en el nuevo contexto debe descansar en todo caso sobre un principio general de no discriminación: a mismos riesgos, mismas reglas. Conviene que empecemos a dejar de pensar en términos sectoriales para hacerlo más en términos de servicios y necesidades.
A este respecto, son bienvenidos los recientes avances adoptados por el decisor español en cuanto al reforzamiento del marco supervisor. La recomendación emitida en 2011 por la Junta Europea de Riesgo Sistémico, que se sumaba a otras previsiones comunitarias y al parecer de organismos como el FMI, culminaba el pasado diciembre con la creación de una autoridad financiera macroprudencial en nuestro país (la AMCESFI) y la asignación de nuevas herramientas macroprudenciales a los supervisores sectoriales. Sólo cabe esperar que este nuevo diseño institucional sea efectivo en la identificación de riesgos que cada vez más procederán de actores y dinámicas financieras no convencionales.
En todo caso, diseñar un marco regulatorio que asegure la estabilidad en mercados financieros cada vez más digitalizados no encontrará en este nuevo año el escenario global y europeo más propicio. Una vez finalizado el impulso reformista que se activó con la crisis financiera, se hace cada vez más patente la menor cooperación internacional por armonizar iniciativas. A nivel europeo, las elecciones al Parlamento no sólo retrasarán los tiempos sino que es posible que introduzcan modificaciones importantes en unas prioridades legislativas que, en todo caso, seguirán dominadas por la Unión Bancaria. Si bien la atención a los nuevos riesgos, la estabilidad financiera y la banca digital guía expresamente la acción de las instituciones comunitarias, cabría sin duda imaginar un contexto más favorable. Estemos atentos.
Al igual que en el resto de la economía, la digitalización supone una disrupción fundamental en cómo ahorramos, cómo invertimos y, en definitiva, cómo aseguramos el éxito de aquellos proyectos con más posibilidades de crear riqueza. Como ha quedado claro en diversos foros, con ella nuestro país tiene la posibilidad de salvar una brecha histórica en competitividad y Europa la de preservar su identidad como área de prosperidad y bienestar social. Como cualquier otro proceso de cambio técnico demuestra, su éxito vendrá condicionado la capacidad de líderes digitales y perdedores analógicos por hacer valer sus pretensiones frente al decisor. También en el sector financiero. La línea de avance para el decisor, sin embargo, está clara: potenciar los incentivos, gestionar la transición (con el gradualismo, la experimentación y la escalabilidad como claves) y compensar a los perdedores (vía su reciclaje digital).
Miguel Laborda es consultor de Asuntos Público en LLYC, tiene un Máster en Economía Política (London School of Economics) y es Doctor en Historia Económica (Universidad de Utrecht).